sábado, 18 de enero de 2014

Un paso más....

Querid@s amigos:

Últimamente he tenido que enfrentar algunos desafíos de los que uno/a  quisiera escapar.
A veces, una quiere evadirlos, y dejar que pasen...

Sin embargo decidí dar un paso más

Quiero compartir con vosotros en esta mañana de sábado, una lectura que leí hace años en un periódico y que me gustó tanto que me entretuve en copiarla palabra por palabra y dejarla como regalo en mi ordenador.
En aquella época en la que se publicó, este magnífico artículo de José Antonio Marina,  no disponía yo de escáner ni de otras herramientas actuales que facilitan tanto algunas tareas.
Sin embargo; sí que tenía claro; que en la vida, situaciones críticas requieren; la actitud de dar un paso más
Os lo dejo textualmente. Aunque es un poco largo lo encuentro tan  interesante que no le voy a suprimir ningún párrafo
Aprovecho para preguntarte;

¿Cual es tu particular Everest?
¿Qué te aportará escalarlo?
¿Qué paso necesitas dar?
¿Para qué ?

¿Qué podrías hacer para que te resultara divertido?
¿Qué podrías hacer para que lo disfrutaras?
¿En qué podrías apoyarte?
¿Qué más...?
¿Cuándo quieres empezar a dar ese paso más?

EL DESAFÍO 

Hay comportamientos que revelan las peculiaridades del alma humana. Son como mensajes cifrados que contienen una profunda verdad sobre nosotros mismos. Uno de ellos; el empeño por escalar montañas. El Everest ha tenido siempre un significado simbólico. No se trata de la montaña más alta, sino del desafío más grande. Su perenne atractivo nos planea una pregunta: ¿Qué mueve al ser humano a emprender aventuras peligrosas y difíciles? A veces esperamos de nosotros mismos lo que esperaríamos de animales estabulados: comida, descanso y sueño. La comodidad se ha convertido en la única metáfora de la felicidad que comprendemos. Y me temo que estamos en un gran error. La meditación sobre el alpinismo nos descubre una de las constantes de la motivación humana. Un rasgo universal, que debemos tener en cuenta si queremos ser felices. Todo lo que hacemos lo hacemos buscando satisfacer dos grandes motivaciones. La primera de ellas es el bienestar. Aspiramos a la ausencia de dolor, a la seguridad, a la satisfacción de nuestras necesidades físicas, afectivas, económicas. Pero si logramos alcanzar esta única meta, nos sentimos aburridos. El aburrimiento es el sentimiento de los satisfechos, la emoción del hartazgo. Nos parece como si otra mitad de nuestros deseos hubiera quedado insatisfecha. Y así es. Tendemos a la comodidad y a la incomodidad; a la seguridad y al riesgo; a la rutina y a la innovación; al abandono y a la superación. “Más difícil todavía” no es un lema propio sólo del circo, sino de la Historia Humana entera. Lo mismo ocurre con la consigna olímpica: Citius, altius, fortius. Más Lejos, más alto, más fuerte. Necesitamos ampliar nuestras posibilidades, sentirnos eficaces, enfrentarnos con grandes metas. En una palabra: “superarse”. Yo quiero ser superior a mí mismo. Estar por encima de mí. Algo parecido indica la palabra “sobre-ponerse”, por ejemplo, al cansancio. Significa ponerse por encima del propio dolor.
Cuando el alpinista se enfrenta a la montaña, sólo responde a un reto incrustado en el hondón de nuestra naturaleza. Necesitamos comprobar que somos capaces. Cuando apareció la especie humana, en las lejanas llanuras de Tanzania, lo que surgió fue un gigantesco impulso retador. Nunca hemos descansado. Todo lo hemos hecho por una especie de generosidad vital, de necesidad de emprender lo difícil, de ir más allá del horizonte. Nos seducimos a nosotros mismos desde lejos, mediante nuestros proyectos. La especie humana se aleja de la sumisión animal. Somos megalómanos estructurales. Andamos, corremos, volamos, buscamos, nos deslizamos en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que por naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de ruedas, zancos, esquíes, globos, tablas de surf. No es que el hombre sea anfibio, es que es multibio. Ha dejado atrás los aburridos cacareos, zureos, berridos, bramidos y demás estridencias o cadencias animales, del ronquido al gorgorito, y ha inventado 18.000 lenguas y la ópera. Nuestra medida es la desmesura, lo que he hecho de la Historia Humana la crónica de la grandeza, pero también de la estupidez y la crueldad. Así vivimos, desgarrados entre el afán de comodidad y el anhelo de lo grande. Los filósofos antiguos decían con toda razón que en el hombre cohabitan dos deseos: la concupiscencia, que le impulsa hacia el placer, y el ímpetu, que lo lleva hacia lo arduo, hacia lo esforzado.
Somos emprendedores irremediables, y cuando nos dejamos llevar por la rutina, por la pasividad, por el desánimo, algo se rebela en el fondo de nosotros. Aparece la nostalgia de lo que pudimos hacer y no hicimos. Muchas veces, la depresión es la protesta que surge ante una pasividad irremediable o irremediada.
Hablo mucho a mis alumnos de la gran función humanizadora del deporte. El entretenimiento es una de las grandes exclusivas de la inteligencia humana. Consiste en proponerse una meta y desarrollar las habilidades necesarias para lograrla. Es una construcción de uno mismo con vista a un fin. Una fantástica metáfora de todo el quehacer humano. Y dado que dentro del simbolismo vital,  común a todas las culturas, lo bueno está arriba, ascender nos parece la meta adecuada. “Si no subo, caigo”, hacía decir a la flecha Saavedra Fajardo. Y Aristóteles había dicho mucho antes que el hombre es como una flecha colocada en el arco, a punto de ser disparada. Pero volviendo a mis alumnos, cada vez me resulta más difícil ponerles buenos ejemplos de atletas. Una parte del deporte profesional está contaminado por el afán de las marcas, y otra por el afán del dinero. Ninguna de las dos posibilidades es educativa. Al contrario, ambas pervierten la claridad del esfuerzo. Si seguimos así, el deporte acabará siendo corruptor de menores.
El alpinista, por el contrario, no compite con nadie, sino con él mismo. Quiere comprobar hasta dónde llega su valor, su energía, su aguante. En su novela Tierra de hombres, Antoine de Saint-Exúpery, uno de los afortunados encuentros de mi adolescencia, narra y visita a Guillaument, un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza. Guillaument le cuenta su victoria sobre la terrible montaña, torturado por el hielo, la soledad y el cansancio. “Lo que salva es dar un paso más. Todavía un paso. Es siempre el mismo paso el que se da de nuevo, una y otra vez”. Y como resumen de su tenacidad incomprensible, añade: “Te juro que lo que he hecho no lo habría hecho ningún animal”. Saint-Exúpery comenta: “Esta es la frase más noble que he oído, es una frase que sitúa al hombre en su lugar, que le honra, que restablece las jerarquías verdaderas”.

Ni por asomo se me ocurriría decir que todos tendríamos que hacernos escaladores. Esta actividad supone una hipertrofia de la voluntad, una dramática especialización del esfuerzo. Lo que digo es que debemos aprovechar el ejemplo del escalador para nuestra vida diaria. La obsesiva búsqueda de la comodidad nos intoxica. No estamos hechos en exclusiva para ella. Hay un dinamismo que nos lanza al más allá. Freud se equivocó cuando interpretó el comportamiento humano. Creyó que el hombre actuaba para aliviar la tensión que le producía el deseo. Pero no es verdad. No siempre nos mueve un hedonismo fácil. Cuando lo hacemos, adoptamos la vida lacia de un animal doméstico. Cuando dejamos hablar a nuestra verdadera naturaleza, cuando nos liberamos del miedo y de la pereza, aspiramos a estar relajados, pero también a estar en tensión. Deseamos contemplar lo que otros crean, y también crear. Al fin y al cabo podríamos definir la felicidad como la satisfacción armoniosa de las dos grandes motivaciones: el bienestar, y la superación. La síntesis de serenidad y esfuerzo. Una mezcla de navegar en globo y hacer alpinismo. Todos hacemos alpinismo en una escala u otra. Todos tenemos nuestros pequeños Everest cotidianos, para los que también resulta apropiada la frase de Guillaument: “Un paso más es lo que nos salva”. Por ello resulta conmovedor y ejemplar contemplar el triunfo de los que conquistan los Everest reales, soportando el esfuerzo, el cansancio, el desánimo, la soledad. Aprendemos su gran pedagogía. Merecen nuestro recuerdo y nuestra admiración.
Jose Antonio Marina
Filósofo y Escritor