Últimamente he tenido que enfrentar algunos desafíos de los que uno/a quisiera escapar.
A veces, una quiere evadirlos, y dejar que pasen...
Sin embargo decidí dar un paso más
Quiero compartir con vosotros en esta mañana de sábado, una lectura que leí hace años en un periódico y que me gustó tanto que me entretuve en copiarla palabra por palabra y dejarla como regalo en mi ordenador.
En aquella época en la que se publicó, este magnífico artículo de José Antonio Marina, no disponía yo de escáner ni de otras herramientas actuales que facilitan tanto algunas tareas.
Sin embargo; sí que tenía claro; que en la vida, situaciones críticas requieren; la actitud de dar un paso más
Os lo dejo textualmente. Aunque es un poco largo lo encuentro tan interesante que no le voy a suprimir ningún párrafo
Aprovecho para preguntarte;
¿Cual es tu particular Everest?
¿Qué te aportará escalarlo?
¿Qué paso necesitas dar?
¿Para qué ?
¿Qué podrías hacer para que te resultara divertido?
¿Qué podrías hacer para que lo disfrutaras?
¿En qué podrías apoyarte?
¿Qué más...?
¿Cuándo quieres empezar a dar ese paso más?
EL DESAFÍO
Hay
comportamientos que revelan las peculiaridades del alma humana. Son como
mensajes cifrados que contienen una profunda verdad sobre nosotros mismos. Uno
de ellos; el empeño por escalar montañas. El Everest ha tenido siempre un
significado simbólico. No se trata de la montaña más alta, sino del desafío más
grande. Su perenne atractivo nos planea una pregunta: ¿Qué mueve al ser humano
a emprender aventuras peligrosas y difíciles? A veces esperamos de nosotros
mismos lo que esperaríamos de animales estabulados: comida, descanso y sueño.
La comodidad se ha convertido en la única metáfora de la felicidad que
comprendemos. Y me temo que estamos en un gran error. La meditación sobre el
alpinismo nos descubre una de las constantes de la motivación humana. Un rasgo
universal, que debemos tener en cuenta si queremos ser felices. Todo lo que
hacemos lo hacemos buscando satisfacer dos grandes motivaciones. La primera de
ellas es el bienestar. Aspiramos a la ausencia de dolor, a la seguridad, a la
satisfacción de nuestras necesidades físicas, afectivas, económicas. Pero si
logramos alcanzar esta única meta, nos sentimos aburridos. El aburrimiento es
el sentimiento de los satisfechos, la emoción del hartazgo. Nos parece como si
otra mitad de nuestros deseos hubiera quedado insatisfecha. Y así es. Tendemos
a la comodidad y a la incomodidad; a la seguridad y al riesgo; a la rutina y a
la innovación; al abandono y a la superación. “Más difícil todavía” no es un
lema propio sólo del circo, sino de la Historia Humana entera. Lo mismo ocurre
con la consigna olímpica: Citius, altius,
fortius. Más Lejos, más alto, más fuerte. Necesitamos ampliar nuestras
posibilidades, sentirnos eficaces, enfrentarnos con grandes metas. En una
palabra: “superarse”. Yo quiero ser superior a mí mismo. Estar por encima de
mí. Algo parecido indica la palabra “sobre-ponerse”, por ejemplo, al cansancio.
Significa ponerse por encima del propio dolor.
Cuando el
alpinista se enfrenta a la montaña, sólo responde a un reto incrustado en el
hondón de nuestra naturaleza. Necesitamos comprobar que somos capaces. Cuando
apareció la especie humana, en las lejanas llanuras de Tanzania, lo que surgió
fue un gigantesco impulso retador. Nunca hemos descansado. Todo lo hemos hecho
por una especie de generosidad vital, de necesidad de emprender lo difícil, de
ir más allá del horizonte. Nos seducimos a nosotros mismos desde lejos,
mediante nuestros proyectos. La especie humana se aleja de la sumisión animal.
Somos megalómanos estructurales. Andamos, corremos, volamos, buscamos, nos
deslizamos en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que por
naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de ruedas, zancos,
esquíes, globos, tablas de surf. No es que el hombre sea anfibio, es que es multibio. Ha dejado atrás los aburridos
cacareos, zureos, berridos, bramidos y demás estridencias o cadencias animales,
del ronquido al gorgorito, y ha inventado 18.000 lenguas y la ópera. Nuestra
medida es la desmesura, lo que he hecho de la Historia Humana la crónica de la
grandeza, pero también de la estupidez y la crueldad. Así vivimos, desgarrados
entre el afán de comodidad y el anhelo de lo grande. Los filósofos antiguos
decían con toda razón que en el hombre cohabitan dos deseos: la concupiscencia,
que le impulsa hacia el placer, y el ímpetu, que lo lleva hacia lo arduo, hacia
lo esforzado.
Somos
emprendedores irremediables, y cuando nos dejamos llevar por la rutina, por la
pasividad, por el desánimo, algo se rebela en el fondo de nosotros. Aparece la
nostalgia de lo que pudimos hacer y no hicimos. Muchas veces, la depresión es
la protesta que surge ante una pasividad irremediable o irremediada.
Hablo mucho
a mis alumnos de la gran función humanizadora del deporte. El entretenimiento
es una de las grandes exclusivas de la inteligencia humana. Consiste en
proponerse una meta y desarrollar las habilidades necesarias para lograrla. Es
una construcción de uno mismo con vista a un fin. Una fantástica metáfora de
todo el quehacer humano. Y dado que dentro del simbolismo vital, común a todas las culturas, lo bueno está
arriba, ascender nos parece la meta adecuada. “Si no subo, caigo”, hacía decir
a la flecha Saavedra Fajardo. Y Aristóteles había dicho mucho antes que el
hombre es como una flecha colocada en el arco, a punto de ser disparada. Pero
volviendo a mis alumnos, cada vez me resulta más difícil ponerles buenos
ejemplos de atletas. Una parte del deporte profesional está contaminado por el
afán de las marcas, y otra por el afán del dinero. Ninguna de las dos
posibilidades es educativa. Al contrario, ambas pervierten la claridad del
esfuerzo. Si seguimos así, el deporte acabará siendo corruptor de menores.
El
alpinista, por el contrario, no compite con nadie, sino con él mismo. Quiere
comprobar hasta dónde llega su valor, su energía, su aguante. En su novela Tierra de hombres, Antoine de
Saint-Exúpery, uno de los afortunados encuentros de mi adolescencia, narra y
visita a Guillaument, un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y
que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el
mundo había perdido la esperanza. Guillaument le cuenta su victoria sobre la
terrible montaña, torturado por el hielo, la soledad y el cansancio. “Lo que
salva es dar un paso más. Todavía un paso. Es siempre el mismo paso el que se
da de nuevo, una y otra vez”. Y como resumen de su tenacidad incomprensible,
añade: “Te juro que lo que he hecho no lo habría hecho ningún animal”.
Saint-Exúpery comenta: “Esta es la frase más noble que he oído, es una frase
que sitúa al hombre en su lugar, que le honra, que restablece las jerarquías
verdaderas”.
Ni por asomo
se me ocurriría decir que todos tendríamos que hacernos escaladores. Esta
actividad supone una hipertrofia de la voluntad, una dramática especialización
del esfuerzo. Lo que digo es que debemos aprovechar el ejemplo del escalador
para nuestra vida diaria. La obsesiva búsqueda de la comodidad nos intoxica. No
estamos hechos en exclusiva para ella. Hay un dinamismo que nos lanza al más
allá. Freud se equivocó cuando interpretó el comportamiento humano. Creyó que
el hombre actuaba para aliviar la tensión que le producía el deseo. Pero no es
verdad. No siempre nos mueve un hedonismo fácil. Cuando lo hacemos, adoptamos
la vida lacia de un animal doméstico. Cuando dejamos hablar a nuestra verdadera
naturaleza, cuando nos liberamos del miedo y de la pereza, aspiramos a estar
relajados, pero también a estar en tensión. Deseamos contemplar lo que otros
crean, y también crear. Al fin y al cabo podríamos definir la felicidad como la
satisfacción armoniosa de las dos grandes motivaciones: el bienestar, y la
superación. La síntesis de serenidad y esfuerzo. Una mezcla de navegar en globo
y hacer alpinismo. Todos hacemos alpinismo en una escala u otra. Todos tenemos
nuestros pequeños Everest cotidianos, para los que también resulta apropiada la
frase de Guillaument: “Un paso más es lo que nos salva”. Por ello resulta
conmovedor y ejemplar contemplar el triunfo de los que conquistan los Everest
reales, soportando el esfuerzo, el cansancio, el desánimo, la soledad.
Aprendemos su gran pedagogía. Merecen nuestro recuerdo y nuestra admiración.
Jose Antonio Marina
Filósofo y Escritor
Los que subimos el Everest, tenemos alma de gato.
ResponderEliminarA qué te refieres exactamente con eso de tener alma de gato? Suena muy bien, pero...necesito un poco de clarificación! Gracias
EliminarEs bueno tener desafios si estos nos sacan de la mediocridad en que muchas veces se convierte nuestra vida, si estos desafios nos hacen salir de nuestra zona de confort GENIAL, sin embargo tambien podrian tener una lectura distinta, si siempre estamos pensando en desafios nos volvemos insatisfechos y la sabiduría muchas veces consiste en estar contento con lo que se tiene.
ResponderEliminarComo todo en la vida no hay recetas generales que valgan para todos, muchas veces la auto referencia ayuda dar un paso mas siempre que este sea hacia adelante.
Gracias Ricardo:
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo, ni conformistas natos, ni auto retadores compulsivos...como dice la Sabiduría popular; en El término medio está la Virtud
Equilibrio!!!
Un abrazo